Así vas esquivando balas, saltando, bajando cuerpo a tierra, con el miedo decidiendo momento a momento, hasta que todo lo mueve la pura inercia y las ganas de sobrevivir.
Yo admiro a esas personas capaces de convertirse en trinchera en mitad de esa guerra. Esas personas que respirando tres, cinco, diez veces, cambian la perspectiva y el mundo. La primera respiración pone claveles en las puntas de los fusiles, la segunda cambia una legión de soldados por una constelación de profesores con mil lecciones que enseñarte y aprender, la tercera respiración cambia la maldad de los relojes y en vez de tragarse el tiempo, lo escupen poniendo arenas de oro a sus pies.
Admiro a la gente que sabe encontrar su pasión, que tiene el valor de jugar con ella aunque se le erice cada pelo del cuerpo, saber aceptar esa electricidad que recorre cada poro de su piel. Que sabe ver cómo dedicar su vida a ese relámpago, hasta que pase la tormenta y buscar otra.
Admiro a quien llega a la cama muerto de cansancio y sólo piensa en resucitar la mañana siguiente para comerse el mundo estrenando su vida cada día.
Admiro a la gente que es capaz de reinventarse, cuando se aburre de mirar al mundo siempre del mismo modo.
Quizás sea ese el secreto, cuando llega el aburrimiento y se queda el tiempo suficiente para ser rutina, cuando el movimiento lo manda la inercia... Morir, resucitar, volar y reinventarse una vida alrededor de una tormenta con relámpagos que ericen nuestra piel.